Alicia G.
Mi hijo pequeño ahora dice que es un lobo siberiano. Y no sólo lo dice, anda por ahí aullando como si fuera Jack Nicholson persiguiendo a Michelle Pfeiffer, se mea en los sofás, come carne cruda de la nevera, duerme en la terraza y ya le he espulgado tres garrapatas.
En el cole las monta pardas. Ha ido marcando su territorio en el patio dejando su orín en cada columna y al que se acerca le muerde. A las chicas las tiene aterrorizadas por sus querencias antinaturales a esa edad. En clase, da tres vueltas protocolarias antes de tumbarse en el suelo de una esquina a dormir mientras el resto se traga el comeongirlsandboystodaywewillspeakofspanishgoldencentury. Tiene el cuello sollado de rascarse con las uñas de los pies.
Me he reunido con su tutora y dice que tampoco me preocupe demasiado, los niños necesitan exteriorizar sus inquietudes y es bueno que la cosa fluya con naturalidad. Los cojones, le he dicho, justo antes de que me invitara a ir acabando la reunión.
Mi hijo mayor, el negacionista, asegura mientras se sonríe que el enano lo que tiene es disforia de especie, que no quiere ser humano y que hay que respetar su decisión. Que hay precedentes. Que quiénes somos los demás para meternos en su vida, si él se autopercibe así.
He hablado con mi hijo pequeño y le he dicho que no puede ser un lobo siberiano porque camina a dos patas, no tiene pelo en el cuerpo, los lobos tienes 42 dientes y él sólo 32, aúlla fatal y los lobos no juegan a Súper Mario Bros en la Nintendo Switch. Se le han erizado los pelillos del cogote, han caído sobre la alfombra varios espumarajos de su boca y me ha lanzado una dentellada.
Así que no sé que hacer, si llevarle a un especialista o abrir la temporada de caza. O mejor mandarle al pueblo unas semanas con su abuela para que se le quiten las tonterías y conozca lobos de verdad. /
©AliciaG
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