Alicia G.
No era bastante con que me saliera un hijo rana y ahora me viene el otro con éstas. Que se ha plantado el pequeño y dice que quiere ser perro. No que quiera tener un perro, como todos, que quiere serlo.
El jodío encima te lo razona de maravilla y si no fuera porque no sé cómo, probaba a ver. Afirma todo convencido que quiere acogerse a una ley de derechos animales que debe haber salido nueva, porque lo que es yo no tenía ni idea. Que los chuchos tienen más derechos y viven mejor que él y que quiere ser perro. Que no es mucho pedir, asegura.
Según él, para empezar los perros no van al cole ni tienen deberes ni les llevan al psicólogo. Se pasan el día jugando y si rompen algo no pasa nada. Se les permite subirse al sofá y a la cama, ensuciar todo con sus pelos, morder los cojines, dejar sus juguetes donde les da la gana, no tienen que sentarse a la mesa, beben a morro, duermen a demanda y no han visto un examen fin de curso en su vida. Si encuentran por la calle una chuche se la comen y antes de acostarse no tienen que cepillarse los dientes. No les puedes dejar encerrados en un coche si vas un momento al Ahorra Más, ni solos en casa demasiado tiempo, o a los progenitores humanos les cae la del pulpo. Cuando hay una discusión, ganan ellos. Mean donde quieren, se bañan poco o nada y se rascan a discreción sin que les caiga la bronca. Aún así, reciben cariño por un tubo. Y por si fuera poco, pueden entrar a los bares.
A ver qué niño puede hacer todo eso, me dice. Y cómo no, ya está su hermano desde su habitación recalcando a gritos que, además, siempre van al médico por lo privado, pueden olerle los genitales a los colegas sin que nadie se escandalice, no hacen la declaración de la renta y nadie les obliga a vacunarse contra el Covid. Y encima sale en pijama y anima al enano a que lo mueva porque cosas más estrambóticas se han aprobado en el Congreso.
La cabeza como un bombo me han puesto y para poner fin a este sinsentido he tenido que hacer eso que hacemos los padres cada dos por tres: vencer sin convencer. Y para recalcar mi autoridad, tres días sin helados.
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